Luego de salir de la ducha, Leonela
dejó caer a un lado el toallón que la cubría.
Se contempló frente al
espejo de soslayo, y con el rabillo del
ojo observó la muñeca de trapo que le sonreía sentada entre los almohadones de
su cama.
Casi sin dudar, y con la
imagen que le había devuelto el espejo fija como un cuadro en la mente, tomó la
muñeca y la arrojó dentro del placard. Un hilo rojo y tibio se abría camino
entre sus piernas.
Ese día, para ir a la
escuela, se pintó los ojos y los labios.
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